[…]
Una de las veces vi a una mujer que estaba siendo violada. No la había visto
nunca, pero sí a la persona que se abalanzaba sobre ella obligándola a separar
las piernas. La mujer, al final cedió de forma extrañamente voluntaria. Abrió
las piernas y levantó el rostro hasta que sus ojos se encontraron directamente
con los de su torturador. Lo estuvo mirando fijamente sin pestañear y sin
oponer resistencia durante el tiempo que duró aquella humillación. No movió ni
un músculo, pero su mirada gris se clavó en los ojos del hombre que recibió
aquella descarga de orgullo como si la víctima lo hubiese estado abofeteando
mientras la penetraba salvajemente.
Cuando hubo acabado su alarde de
superioridad sobre la mujer maniatada, le pegó brutalmente con los puños
cerrados en ambos ojos. Solo entonces, a ella se le oyó un gemido que, a
continuación, y con apenas un hilo de voz, volvió a mostrar su arrojo. «Nunca
podrás montar a tu mujer sin que veas mis ojos mirarte desde el infierno»
sentenció[…]
Imagen: Blas Estal.