martes, 26 de junio de 2012

El gato que vino de Barracas.


Fue en un día de verano porteño, allá al otro lado del mar. Mis amigas habían decidido visitar algunos lugares de esos que pasan inadvertidos a quienes habitualmente los encuentran a su paso en las rutinas de sus días. Pasearon por la plaza Colombia, sin prisas, charlando de sus cosas... de esas cosas que solo a las amigas importan.
    Se toparon con Santa Felicitas y acordaron visitar su recinto y, ya puestas, el interior de la iglesia. Entre aquellos muros, con más de un siglo en la porosidad de su superficie, se respiraba la magia y, si se sabía mirar, se observaba el arte. De la misma manera, si se sabía escuchar al silencio se apreciaban los susurros y el sonido que producen las sedas de los vestidos cuando se rozan entre ellas en el caminar gracioso de una dama.
    No pudo haber reportaje fotográfico del interior de aquella iglesia. Alguien lo impidió en aquel día de plácido paseo, de la misma manera que lo prohibió unos años más tarde. No obstante, ya en el exterior, las amigas consiguieron unas fantásticas tomas del frondoso patio, de la medio escondida gruta con su virgen adosada en la oquedad de la roca y de los inquilinos que habitaban entonces el recinto: La gran familia de gatos de Santa Felicitas.
    El rostro de uno de esos gatos cruzó el gran mar y se instaló en mi monitor, en esta orilla porteña, junto a mi propio mar y al pie de mi sierra.
    Dos años más tarde, volvió al barrio de Barracas, lleno de vida, entre las páginas de esta novela.


Fotografía de Débora Tráchter

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